miércoles, 5 de febrero de 2014

Los niños de las guerras


                        LOS NIÑOS DE LAS GUERRAS
La noche trae nuestros miedos y al amanecer ¡se ve todo tan distinto que mana en ti la esperanza como manantial inagotable que te adormece con su susurro!
No piensas entonces en el anochecer que tanto te abruma; pero inexorablemente ella llega con su silencio implacable en tus recuerdos; llega lo fantasmagórico y te hace concentrar en tus miedos que años atrás te persiguen y que no eres capaz de olvidar y sacar de tu alma.
La noche como todas las noches te hace temblar. Te hace ver el reflejo en tus pupilas de imágenes inciertas, que tú bien sabes que son inexistentes, pero, que te deja perplejo y las maduras en tu cerebro haciéndote padecer como tantas veces, como cada noche cuando te encuentras sólo en ella.
Ves y oyes los reflejos de las bombas con sus estruendos ensordecedores al explorar. Tú sabes que ya no es cierto, que todo aquello pasó, pero lo sigues oyendo. Sigues sintiendo el miedo en tus carnes, vuelven a penetrar en ti como lo hicieron cuando tú no eras nada más que un niño.
Se oían las sirenas en las catedrales, dos sirenas potentes, avisando que volvía el estruendo de los aviones bombarderos. Mi frágil cuerpo temblaba como una hoja por el viento; el llanto acudía a mis pequeños y tiernos ojos; el miedo me hacía chillar, me abrazaba a mi madre que me sirviese de escudo, que me abrigara con sus brazos, que me calmara. Corríamos a los refugios que no eran tales como para aguantar una bomba; a las cuadras del cuartel de la Guardia Civil, próximo a nuestro domicilio. Allí no mezclábamos con los equinos y parecía que nos daban seguridad porque ellos estaban tranquilos. Ya no estábamos solos, ya los estruendos de las bombas llegaban a nuestros oídos como con sordina. Pasados unos interminables minutos; ya reinaba el silencio, sólo interrumpido por algún pequeño relincho, parecía que ellos barruntasen que por hoy se había acabado el bombardeo. Pasaba un minuto, dos, cinco y se volvían a oír las sirenas en las catedrales. Por hoy ya ha pasado todo, la gente se echa a la calle. Se oye el correr de unos y otros a ver lo que han destrozado, que edificio, que parque o que plaza, o cuantos muertos.
El enemigo sabe que el Caudillo, jefe del Estado está en esta ciudad de Salamanca. No saben exactamente el lugar de su cuartel general. Destruyen todo lo que está en su entorno. Demuelen lo que ha costado siglos al hombre en construir, pero no importa, es la guerra. Vale más el orgullo de ganarla que toda su destrucción. El hombre sólo piensa en él, en su triunfo. ¿Ha llegado ha pensar algún gobernante en los niños? ¿Esas criaturas que en nada han participado, ni en ideales, ni protagonismos, odios o en el ansia de poder? Nada de ello está justificado ante las secuelas que quedan a ese niño para el resto de su vida.
Yo… soy ese niño; que después de más de siete décadas aún siento el miedo y el horror de una guerra.                                                JUMECO