La noche trae nuestros miedos y al
amanecer ¡se ve todo tan distinto que mana en ti la esperanza como manantial
inagotable que te adormece con su susurro!
No piensas entonces en el
anochecer que tanto te abruma; pero inexorablemente ella llega con su silencio
implacable en tus recuerdos; llega lo fantasmagórico y te hace concentrar en
tus miedos que años atrás te persiguen y que no eres capaz de olvidar y sacar
de tu alma.
La noche como todas las noches te
hace temblar. Te hace ver el reflejo en tus pupilas de imágenes inciertas, que
tú bien sabes que son inexistentes, pero, que te deja perplejo y las maduras en
tu cerebro haciéndote padecer como tantas veces, como cada noche cuando te
encuentras sólo en ella.
Ves y oyes los reflejos de las
bombas con sus estruendos ensordecedores al explorar. Tú sabes que ya no es
cierto, que todo aquello pasó, pero lo sigues oyendo. Sigues sintiendo el miedo
en tus carnes, vuelven a penetrar en ti como lo hicieron cuando tú no eras nada
más que un niño.
Se oían las sirenas en las
catedrales, dos sirenas potentes, avisando que volvía el estruendo de los
aviones bombarderos. Mi frágil cuerpo temblaba como una hoja por el viento; el
llanto acudía a mis pequeños y tiernos ojos; el miedo me hacía chillar, me
abrazaba a mi madre que me sirviese de escudo, que me abrigara con sus brazos,
que me calmara. Corríamos a los refugios que no eran tales como para aguantar
una bomba; a las cuadras del cuartel de la Guardia Civil, próximo a nuestro
domicilio. Allí no mezclábamos con los equinos y parecía que nos daban
seguridad porque ellos estaban tranquilos. Ya no estábamos solos, ya los
estruendos de las bombas llegaban a nuestros oídos como con sordina. Pasados
unos interminables minutos; ya reinaba el silencio, sólo interrumpido por algún
pequeño relincho, parecía que ellos barruntasen que por hoy se había acabado el
bombardeo. Pasaba un minuto, dos, cinco y se volvían a oír las sirenas en las
catedrales. Por hoy ya ha pasado todo, la gente se echa a la calle. Se oye el
correr de unos y otros a ver lo que han destrozado, que edificio, que parque o
que plaza, o cuantos muertos.
El enemigo sabe que el Caudillo,
jefe del Estado está en esta ciudad de Salamanca. No saben exactamente el lugar
de su cuartel general. Destruyen todo lo que está en su entorno. Demuelen lo
que ha costado siglos al hombre en construir, pero no importa, es la guerra.
Vale más el orgullo de ganarla que toda su destrucción. El hombre sólo piensa
en él, en su triunfo. ¿Ha llegado ha pensar algún gobernante en los niños?
¿Esas criaturas que en nada han participado, ni en ideales, ni protagonismos,
odios o en el ansia de poder? Nada de ello está justificado ante las secuelas
que quedan a ese niño para el resto de su vida.
Yo… soy ese niño; que después de
más de siete décadas aún siento el miedo y el horror de una guerra. JUMECO